07 febrero, 2008

ESPARDEÑÁS Y PEROL TRENCAT - XCV

No hay peor censura que la de uno mismo, esa que fundida a fuego lento desde el crisol de su propia alma le limita su horizonte dirigiéndolo hacia una sola parte. Porque para la censura exógena siempre hay resortes con los que superarla, pértigas para salvarla, imaginación para vencerla, y… el tiempo.

Siempre tendremos el tiempo a nuestro favor que todo lo resuelve, y que pese a las dificultades, las amenazas, o los miedos que nos atenazan, siempre llegará el momento calmo de la bonanza del mar de los días limpios, claros y gratos, que nos llevarán al buen puerto, ese que resulta ser siempre tan deseado. Sin embargo, con la censura de uno mismo, con la que uno se esclaviza, y que resulta ser la más cruel de todas ellas, provocadora de penas y quebrantos que dañan al sistema nervioso, la perspectiva para quien la sufre es tan corta y muerma, que el traje de lo políticamente correcto le queda acoplado a un cuerpo sin flecos, rígido y sin capacidad de maniobra. Y también algo tosco, sin los lazos de los días de fiesta, sin las cintas de rica gama de luces que tanto ilumina. Condición ésta que obliga a perder a quien la sufre el garbo cordial y amable, perfumado por el viento de su propia libertad. Algo de esto fue lo que le sucedió a Colón.

El navegante genovés no es que estuviera preso de su propia censura, pero obstinado en su decisión, sólo se escuchaba a sí mismo, sin buscar nuevos datos que ratificaran o negaran su creencia. En esto consistió su error, del que por cierto él nunca fue consciente, aunque aquellos eran otros tiempos y entenderlo nos resulta mucho más fácil. Su espíritu aventurero y su deseo de gloria obstinaron al navegante convencido de haber llegado a las tierras que buscaba, cuando sólo era un esclavo de sus creencias y huraño de una mayor información. Colón, dueño y esclavo de su propia verdad, de haber sabido la realidad de todo lo que aquello representaba su alegría entonces hubiera sido mucho más inmensa.

Otro italiano más avezado, uno que pasaba por allí, un tal Américo, libre de amarras y con más amplia perspectiva, con más datos y mejor información, se dio cuenta del alcance y significado de las nuevas tierras descubiertas por su paisano, anotándose él el tanto y logrando pasar a la posteridad al bautizarse el Nuevo Mundo con su nombre de pila, pero adornado con faldas. Un apesadumbrado Colón, enfermo, abatido, pobre y prácticamente olvidado por todos, victima de su propia vanidad, murió con poco más de cincuenta años sin saber el alcance de su descubrimiento. Fue una pena.

El batasuno Barrena, también esclavo de su ignorancia, prisionero de su odio, censurado por si mismo y ajeno al mundo exterior que le rodea, no ve más allá de sus propias orejas, las que le han servido a Baltasar Garzón para mandarlo a la cárcel. Lo que no es una pena.

Mientras tanto, el actor Alberto Sanjuán, reciente Goya a la mejor interpretación, en su más panfletaria actuación pidió en la noche del cine español la disolución de la Conferencia Episcopal. Lo que no sabemos es si es por su esclavitud adoctrinada, o si en agradecimiento a los más de 60 millones de euros recibidos recientemente de los presupuestos del Estado por el cine español. Pero lo que sí es cierto, es que ha sido sin el previo visto bueno de los fieles aficionados al cine, sus confesionales seguidores, que asisten a las plateas de los cines tantas veces desiertas, y que no han marcado la crucecita del IRPF ofreciendo la donación.

Otra vez el anticlericalismo y la amenaza de Pepiño a la Iglesia Católica afloran necesitados del voto fácil que buscan con denuedo, convencidos en la rentabilidad de volver a un pasado avivando el fuego de un odio visceral, cuyo calor bochornoso pretende alejarnos de la realidad agobiante que provoca sofocos para llegar a final de mes y sostener con dignidad la cesta de la compra cada vez más escasa.

Como lo es el problema del agua en nuestra Comunidad cuya solución es tan sencilla como lo es el trasvasar el agua desde donde se pierde hacia donde hace falta, y que se ha convertido en la auténtica prueba del nueve de la solidaridad nacional, por cierto cada vez más en entredicho.

Dejemos abierto nuestro Perol con la esperanza de que por él huyan los amarres que privan la posibilidad de pensar a quienes en su ignorancia solo saben mirar hacia una parte, privando a sus ojos gozar de la entera y verdadera libertad.

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