27 septiembre, 2007

ESPARDEÑÁS Y PEROL TRENCAT – LXXVI

Los ríos de tinta navegando sobre el papel dan a conocer por la faz de la tierra el saber humano gracias al universal lenguaje de los signos, la mayoría de ellos remotos, bien con el negro sobre blanco escupido por las rotativas en su diario quehacer, bien en las blancas ventanas de un libro encuadernado por cualquier editorial, fuente para nuestro discernimiento de lo que llama nuestra atención. Gracias a ellos y a su lectura, hemos conocido la existencia de la piedra filosofal, la metáfora que nos desplaza de un lado a otro sin saber a donde vamos ni tampoco de donde venimos, porque las dudas que nos plantea la vida son siempre abundantes, jamás de un solo color y con múltiples matices en sus muchas caras cuya confianza cuestionamos. Merced a sus grafías diferentes podemos expresar nuestros verdades que son siempre iguales, mostrando el núcleo gordiano de un roto o un descosido, elucubrando si lo que nos confunde son galgos o son podencos, o expresando nuestro derecho a dar una charla sobre la metamorfosis de la rana ante un amplio auditorio, por su interés expectante, sea a la espera de un concierto de Joaquín Sabina, nuestro rey del pop urbano, sea ansioso del folclore nacional, boquiabiertos al movimiento de ojos de Marujita Diaz, la genial dama que se resiste a dejar de ser joven mostrando su lado mas tenaz.

Y a tal efecto, utilizamos nuestro alfabeto que, nacido del latín vulgar, tiene veintinueve signos diferentes, algunos con letra repetida, como la cantarina ele que se estira en elle, o la elocuente ere, tan sonada, que cuando más rotunda se atraganta convertida en erre y hace vibrar nuestro paladar. O la reivindicativa ñ, la de boina como adorno, que ya va consiguiendo su puesto en el mundo después de una tenaz lucha, gracias sobre todo a la informática, y que pese a su obligada ayuda, aún no hemos vencido del todo. Como también, la que en posición de firmes ante su bandera ahora tan denostada, tiene un puntito encima, la i; tal y como le sucede a la jota, ésta la más graciosa.

Conforman todas ellas nuestro alfabeto particular del que para saber más unos de otros estamos necesitados. O como lo usan los políticos, especialmente, ya sea para enredar al personal, ya sea para hablarnos con claridad, cosa que extrañas veces sucede.

Sin embargo, aquí está la excepción y quien lo ha hecho alto y bien claro es José Bono, quien prepara su vuelta a la arena para las próximas elecciones, ahora se habla encabezando la lista por Toledo. José Bono ha dicho poniendo el punto sobre la i –la que para esta guisa fue concebida- “que no entiende porqué se trasvasa agua desde la cabecera del Tajo –con puntito en la jota también- y no se puede trasvasar agua desde la desembocadura de otros ríos”, en clara alusión al Ebro. Y no con la esperanza que le escuche Zapatero, su jefe de filas, sino porque ser insolidario y tirar el agua al mar cuando otros la necesitan -acción tan impropia en un ser humano como normal en un descerebrado- corresponde más bien a una acción despreciable de sombríos e interesados motivos cada vez más oscuros. Y no porque no se adivinen, que están bien claros, sino por el hedor que desprenden, junto a la desvergüenza que representa para una sociedad culta y avanzada como pretende, pero puesta en entredicho al verla en actitud salvaje por la calles de Gerona, con el beneplácito de la Generalitat Catalana, institución que calla porque simplemente otorga.

El lenguaje de los signos pues, y sus reglas siempre claras, nada tienen que ver con los códigos salvajes utilizados por los que presumen de demócratas, como esos que pretenden imponer su minoría inculta, indocumentada, violenta y aborregada a una mayoría silenciosa que sólo se expresa en las urnas cuando corresponde, respetuosa siempre con un resultado final que todos debemos aceptar, guste o nos disguste.

El niño que ha matado a sus padres en Catarroja dice que no ha sido él, qué el asesino ha sido otro, del que por cierto no descubre su nombre. Acción que no debe sorprendernos, tantas veces utilizada por quienes eluden su responsabilidad aunque sean de higiene claro y desprendido, como lo fue Pilatos, quien se lavó las manos eludiendo toda su obligación dejando la acción de la justicia en manos de la plebe. Acción popular que nos gustaría ver desterrada para siempre, muy lejos de nuestros Telediarios, en los que por desgracia está cada vez más presente.

Tirar la piedra y esconder la mano es una vieja costumbre muy difícil de erradicar, porque es utilizada de forma insistente por personajes zafios e incompetentes. Zaragoza y Valencia, hermanadas no solo por la historia de muchos siglos, sino también por el flujo migratorio de los últimos cien años, con el resultado de una conciencia valenciana afincada en los maños que viven en nuestra tierra de la que ya se consideran hijos, pasan por un mal momento de vecindad, cuyo enfrentamiento, afortunadamente, aún no está presente en las calles de la ciudad. La relación actual y la de siempre entre ambas ciudades, es como la de nuestro vecino del frente, que pasa confiado a nuestra casa pidiéndonos un pan porque se le olvidó comprarlo, o como cuando vamos a la suya en busca de un poco de sal porque nuestro salero quedó vacío, todo en la mejor armonía y adornado de una música celestial. Como siempre ha sido. Sin embargo, quien en la actualidad maneja la nave del Estado con un timón sin mando y a la deriva -dando prebendas sólo a los suyos, o a quienes necesita para sus fines lícitos o ilícitos, váyase a saber, sacados de los bajos fondos por donde tan a gusto navegan convencidos de sus propósitos- se ve obligado a tirar la piedra y esconder la mano procurando ríos revueltos que le den buen resultado.

Ahora, Zapatero, nos sorprende a todos con un: ¡qué bueno verte, George Busch!, saludo faldero y simplón propio de un meapilas como diría José María García. Al Perol una vez más con Zapatero, junto a sus hijos, los radicales, a quienes les ha dado vida en su desafortunada soflama, tantas veces repetida, de que “será lo que ellos quieran”, ninguneando a la inmensa mayoría del pueblo español.

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